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Con demasiada frecuencia lo habitual provoca que los escenarios por los que transitamos en nuestra vida diaria se vuelvan invisibles, porque, como ya dijo Goethe, «lo más difícil de ver es lo que tienes delante de tus ojos». En nuestros recorridos cotidianos por la ciudad que habitamos los hitos destacables, los edificios singulares, el mobiliario urbano o las realidades cambiantes -como cuando los árboles están floreciendo o los escaparates de los locales comerciales mutan-, se desdibujan o parecen desaparecer ante nuestra mirada. Pero nuestra relación consciente con el entorno se realiza a través de realidades físicas con las que a veces aún nos sorprendemos, encaprichamos o, sencillamente, emocionamos. Y, en este sentido, entre las imágenes que permanecen en el imaginario colectivo a la hora de evocar el patrimonio de Salamanca -cada ciudad tiene sus propios rasgos significativos- quizás estén sus rojizos vítores, sus letras bermellonas y escarlatas.

El vítor, a medio camino entre una palabra y una imagen, tal vez sea para el ciudadano salmantino en sus recorridos diarios por el casco histórico parte de ese paisaje invisible que hemos referido, aunque esa comprensible circunstancia no reste un ápice al interés que despiertan estas particulares inscripciones llenas de significado y de atractivo formal. Jugar con las letras ha sido una constante del ser humano desde el comienzo de las diferentes escrituras. Y darle un valor añadido a las letras más allá de lo que transmiten en su lectura es una aportación que permite hacerlas más expresivas o, si se prefiere, expresivas en una dimensión diferente. Y eso ocurre con el vítor, y con sus letras que, asimismo, de relato escrito en las dovelas de los arcos y en los sillares de las fachadas del paisaje monumental salmantino ha llegado a convertirse en símbolo y marca de la ciudad del Tormes para el mundo.

Eduardo Azofra y Emilio Gil (Comisarios)